Recientemente ha fallecido mi padre. No solo un padre bueno y cariñoso como muchos otros sino un padre extraordinario. Cercano, bondadoso y comprensivo. Exigente y respetuoso. Que ponía límites pero permitía y fomentaba el error con reflexión. Que sabía hacernos sentir queridos y especiales.
Ha fallecido con 79 años. Nos educó cuando ciertamente no existía el boom de la tecnología pero también fueron tiempos difíciles aquellos años 60. Ahora que cuento con la suficiente perspectiva pienso ¿cuál fue el secreto que convirtió a mi padre no solo en un padre excepcional sino en una persona extraordinaria?
Podría decir que nos dedicó tiempo, todo el tiempo que los cuatro hermanos necesitábamos. A uno con una partida de parchís. A otro media hora en el desayuno. A otro, una mañana pescando; a otro con una poesía de Rubén Darío antes de dormir. A cada uno lo que necesitaba.
Podría decir que fue su capacidad para escuchar o su paciencia para explicarnos lo que no comprendíamos o para hacernos las preguntas necesarias que nos permitieran identificar problemas y buscar soluciones, evitando cualquier queja o victimismo.
Podría decir que fueron muchas cosas y talentos en su conjunto pero los cuatro hermanos coincidimos en que lo que nos ganó nuestro respeto y admiración hasta su último aliento fue que en todo momento sabía que era ejemplo para nosotros y antes de decir o hacer nada, pensaba si nosotros aprenderíamos algo bueno o malo de él y entonces tomaba la decisión de actuar coherentemente.
El hecho de sentirse siempre modelo de conducta nos permitió descubrir día a día lo importante que éramos para él y lo mucho que nos quería (ser modelo le exigía mucho esfuerzo, sobre todo en aquello que nos exigía a nosotros) y eso nos hacía sentir capaces de cualquier cosa porque sabíamos que aunque nos equivocáramos o lo hiciéramos mal, nuestro padre nos ayudaría a entender en qué nos habíamos equivocado, sin evitarnos las consecuencias, por supuesto!
Y aquí es a donde voy. Ahora todos somos padres y madres. Y lo somos con lo que hemos aprendido de nuestras vivencias y de nuestra propia historia vital. Seamos lo suficientemente inteligentes para saber que ni la sociedad, ni el colegio, ni los amigos ni nada en este mundo tiene tanta influencia en nuestros hijos como nosotros cómo padres. Ni cuando son pequeños ni cuando son adolescentes. Siempre nos necesitan de una forma u otra. Con gritos, con ternura, con sonrisas, con rabietas o con llanto.
Traer un hijo al mundo es una grandísima responsabilidad a la vez que un inmenso privilegio. En el momento en el que oyes su primer llanto debes saber que ya eres ejemplo de vida de un nuevo ser, totalmente virgen, sin prejuicios, sin expectativas, sin miedos ni objetivos.
En ese momento nace con tu hijo la mejor versión de ti, la que le moldeará la mente y el alma y lo hará conforme el modelo que seas para él. No podemos ser padres perfectos, ni llegar a todo. Es muy difícil no gritar nunca ni juzgar a nuestros hijos pero ese hijo se merece que intentemos sacar lo mejor de nosotros, algo que sin duda tenemos aunque a veces encubierto de hábitos tóxicos o comodidad.